Relato: “La Tía”

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El día de otoño se presentaba atrevidamente frío, con temperaturas de dos grados y fuertes vientos, y una vez más buscó refugio en el café más cercano a su domicilio, cumpliendo con esa rutina tan porteña de pasar unas horas en el boliche bebiendo un cafecito y leyendo un diario cualquiera.

En esta oportunidad ingresó al local con la idea de ingerir un café con leche y comer tres medialunas de manteca, como una manera de combatir la baja temperatura reinante que, por contraste, se reflejaba en los rostros ateridos de los transeúntes que atinaban a pasar por el lugar. Un humeante tazón y tres medialunas en un plato, más un ejemplar del diario Clarín de ese día, integraban el servicio que le sirvió el mozo atendiendo a la solicitud del cliente.

A medida que iba degustando su desayuno, un sorbo de café con leche por aquí y varios mordiscos a las medialunas por allá, comenzó a sentirse confortable dentro del cálido ambiente que le ofrecía el propio local. Con avidez, tal vez dueño de un apetito poco común para esa hora de la mañana, dio cuenta de su desayuno en pocos minutos y recién a partir de ese momento se dedicó a leer el periódico matutino que le habían acercado. Y comenzó a leer ese ejemplar partiendo de su última página y más precisamente por la sección que se edita al pie de la misma, titulada “Clarín Porteño”, y que firma la prestigiosa escritora Cora Cané. Leyó detenidamente uno por uno los breves pantallazos, simples grageas periodísticas, que ese día abarcaban una opinión, un cantar, una letra parcial de una zamba, algo importante, cabos sueltos, publicaciones y un séptimo comentario que lo conmovió, titulado “En el recuerdo”, que decía lo siguiente: “Siempre estará en la memoria del corazón, el recuerdo de alguna tía, la preferida de nuestra infancia, que nos dio cariño y llenó de alegría esos lejanísimos años de nuestra vida. Usted, caro lector o lectora, ¿qué tíos marcaron su infancia?”.

Pudo ocurrir un día cualquiera, pero fue justo esa mañana otoñal que llegó a sus manos, casi por accidente, el ejemplar del diario en cuyo rincón que sirve de cierre de la edición apareció ese llamado de “Clarín Porteño” a no ser desagradecido con un familiar tan cercano como lo es una tía. Ese llamado a la reflexión, de más de cuarenta palabras, lo incitó a superar y reparar el olvido involuntario en que realmente había incurrido con quien, como dice el artículo, llenó con amor ese capítulo tan especial que abarca su infancia. Ese insinuante consejo escueto en número de palabras, resultó en resumidas cuentas una sugerencia tan cargada de afecto, que le hizo entender de inmediato que había caído en una amnesia no deseada con respecto al recuerdo debido a esa tía que, justamente, fue parte esencial de un capítulo excelso de su niñez. La lógica reacción no se hizo esperar y de su boca se escuchó con toda nitidez vociferar: “¡Caramba, qué ingrato soy!”, aunque nadie hubiera reparado ni identificado de dónde había partido el clamor. Lo cierto es que a partir de ese momento se encerró en sí mismo, dobló el diario y lo apartó del lugar, en clara demostración de que ya no le interesaba ahondar más en su contenido y, contrito, buscó en su mente dibujar lo que deseaba ver y rememorar.

Su subconsciente empezó a forjar esa extraña manera de soñar despierto y en pocos segundos entró en una especie de éxtasis infantil que esa feliz alucinación le provocaría. El sueño infantil le ganó al raciocinio e instaló en su mente el relato de manera que podía ver solamente lo que quería ver. Y las imágenes sugeridas comenzaron a destacarse una tras otra. La primera en observarse mostraba a seis caballos alados que habían partido de un cielo de fantasías y volaban en su dirección trayendo atada a sus cascos una estructura edilicia de gran tamaño y ovalado contorno. Era nada menos que aquella casa custodiada por doce ángeles de la inocencia que exhibía una forma arquitectónica muy original, pues era totalmente cerrada, tenía la forma de un óvalo, respiraba con ventanas a razón de una por habitación, y dos puertas de acceso, una al frente y la otra por detrás. Rodeada de álamos y eucaliptos y en medio de un jardín poblado de malvones, margaritas, claveles, nomeolvides, un hermoso jazmín y un añejo rosal, esa casa guardaba en su interior otra imagen florida llamada Rosa, patrona y dueña de la estima y el cariño de quien la distinguía como su querida tía Rosa.

En esa casa quedaban custodiadas mil aventuras que durante los meses de verano, en pleno goce de sus vacaciones estudiantiles, le permitieron disfrutar desde la lectura de la colección completa de los libros de Emilio Salgari hasta el canto a coro de toda la familia de alguna canción de la época acompañado en el piano por la hija mayor, pasando por el rumy, juego de naipes predecesor de la canasta, jugado por el grupo familiar. En esa casa, en sus entrañas, en su parte central, en el corazón de su conformación edilicia quedó la figura deseada, la que al principio, por la lógica emoción, se le apareció medio difusa, pero a medida que se fue acercando emergió nítida, diáfana y convincente. Era la inconfundible silueta de Doña Rosa, la tía convocada por la evocación.

Ahí estaba, detenida en el tiempo, con su fisonomía que imponía respeto por su sola presencia, de enorme contextura física, con un metro setenta y cinco de altura, por lo tanto corpulenta y ganada en kilos, como lucían las madrazas de esos días. Ahí estaba otra vez con su aspecto de gran señora, de gran matrona, la amada y venerada tía Rosa, que seguía ostentando firmeza de carácter, claras conductas de convivencia familiar, bondad en sus acciones, alegría permanente y un haz de contagiosa simpatía que se adivinaba con solo verla entrar, saludarla y seguirla en sus pasos posteriores.

Ahí estaba siendo observada por los ojos humedecidos del sobrino que, aún con un resto de arrepentimiento, seguía viéndola conduciendo los vaivenes que razonablemente se sucedían dentro de la casa, allí mismo donde fue merecedor de sus atenciones traducidas en enseñanzas invalorables, consejos oportunos, cariños por doquier y mimos adecuados sin exageraciones. Ese trato veraniego incluyó aprendizaje obligatorio del andar en bicicleta, a tener en cuenta que cuando se come no se habla con la boca llena y se mastica con la boca cerrada. A tomar sopa de arroz todas las noches, bañarse bajo la ducha todos los días, y como contrapartida sorber un helado de crema y chocolate todas las tardes, pasear en auto muy a menudo y los fines de semana concurrir a una playita cercana a refrescarse. La casa y su propietaria, la tía Rosa, fueron sin duda una bella cajita de música para el sobrino que quedó absorto con su eterna melodía.

El mozo, al reclamarle el pago de la adición, lo sobresaltó, y su mente al volver en sí logró espantar a los caballos y a los ángeles que salieron disparados llevándose la casa y a la tía Rosa hacia viejos silencios a la espera de nuevas convocatorias. Todavía medio extraviado, abonó la consumición sin reparar en que estaba volviendo de tiempos lejanos, de la bella época, y que estaba dejando atrás estériles marchas entre las sombras del olvido al encontrarse esa mañana cobijado por la querida tía Rosa, y estimulado por los secretos de la casa. No obstante, antes de abandonar el local pensó que la experiencia había sido buena y que le agradaría volver a vivirla, mirándose al espejo de la existencia pasada bajo la protección solícita de la tía Rosa.

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